El Pastel de Aristófanes

Existía en la Grecia clásica, un ateniense llamado Aristófanes, que designaba con sustantivos, en general, sus obras (Las Avispas, Las Moscas, Las Nubes, etcéteras) Él vivía en un contexto social donde existían culturalmente marcadas diferencias entre espartanos y atenienses. Los primeros: Guerreros y azarosos, los segundos: Románticos y elocuentes. Aristófanes, a pesar de ser ateniense e intelectual; era además autor de saludables críticas a Sócrates: adalid esencial de la filosofía que pretendía semblarse socialmente. Claro que sus sanas críticas no se habían plasmado en forma tan saludable como sus propósitos, dicen, así lo indicaban. Entonces Platón, ateniense, intelectual y pasivo de las sanas críticas de tal sujeto, decide ser anfitrión de un banquete, del cuál Aristófanes era su principal invitado. El plato principal era Sócrates mismo, asado, condimentado y mechado con carne humana, es decir, de otros hombres. El vino era de Esparta y temblaba en los broncíneos cáliz. Pero existía un secreto respecto a la identidad de los invitados y su procedencia. Todos tenían puestas máscaras que ocultaban su identidad y estaban vestidos con túnicas negras. No importaba tanto quienes eran los invitados a esa fiesta de disfraces, como sí de dónde procedían. Lo importante, tarde o temprano, se descubriría. Platón sostenía que podría distinguirse un espartano de un ateniense, sólo por sus hábitos poco ceremoniales y groseros. Sobre este punto: la forma de tomar el vino era la clave secreta para cualquier observador. Claro que esta fiesta no era real, era una obra de teatro y, en tal sentido, la conducta de anfitrión e invitados, estaba ex ante diagramada. Ya se sabía de antemano la cantidad de espartanos y atenienses que daría a luz esta representación, al final del banquete. Como Platón tenía un particular interés con un invitado ateniense llamado Aristófanes, trató de confundir el desarrollo y, quizás, el desenlace de la tertulia, dándole como guión a representar, un hipo inasible que no le permitía expresar una sola palabra entre sus contertulios. Era clave de distinción, entre espartanos y atenienses, el resultado del brindis. El vino, en manos de atenienses, era sólo un instrumento para relajar su lengua; en manos de espartanos, una segura borrachera. El hipo de Aristófanes era una mixtura, algo difícil de definir…en tanto que por inferencia deductiva debía atribuirse, lógicamente, al efecto de la bebida. La imposibilidad de habla que el hipo le generaba, impedía que las características espartanas que Platón quería evidenciar en los atenienses, pudieran vislumbrarse claramente . Quería Platón significar que un ateniense que hablaba mal de Sócrates, no merecía el habla en una social tertulia, pero que además, este habla le debía ser quitada por efecto de la mismísima premisa que distinguiría, al final de la obra, Espartanos de Atenienses. El pingüe cadáver de Sócrates iba desapareciendo entre tajada y tajada que los sirvientes iban quitando con agudeza. Los platos se deslizaban con la jugosa carne y el aroma era sobrecogedor. Platón había contratado al mejor cocinero de la comarca para que sólo de elogios sea pasivo el banquete. Luego que el banquete hubiera sido devorado y que espartanos y atenienses claramente se distinguían: los unos arrellanados en su sillón, beodos y charlatanes; los otros, cabizbajos y pensativos y con el habla de tal suerte… Aristófanes, mágicamente, había superado el hipo que le afligía y las líneas que debía representar ahora, eran los convencionales comentarios que todo el mundo hace acerca del banquete, mientras se hace la digestión. Solo que Aristófanes, como todo pensador, prescindía en sí de la temática para entablar un diálogo con su interlocutor. Y si bien se podría hablar de un banquete o de filosofía, debía concertar sus enunciados, premisas y conclusiones; sus ironías, su elocuencia y sus pasiones, con las únicas personas capaces de seguir con coherencia sus razonamientos. Es decir: con los comensales atenienses. Como el banquete que se habían comido era Sócrates en persona, lógicamente, los comensales hablaban de él. Aristófanes entonces estaba obligado a hablar de Sócrates, y a hablar bien. - Qué buen banquete - decían algunos, ahorrándose eructos y flatulencias -. - La verdad es que… nunca había comido tanto. Toda conversación era de esta guisa y el mismo Aristófanes debía reconocerlo. El anfitrión se frotaba las manos de lo bien que, tanto espartanos como atenienses, hablaban de su maestro. Aristófanes, indignado del pobre papel que le había tocado representar, comenzó a hacer uso de su elocuencia e imaginería, para cautivar la atención de sus interlocutores. Entonces, por la progresiva acción de sus palabras, comenzaron a rodar aquí y allá seres andróginos de cuatro piernas, cuatro brazos y dos cabezas, que reunían en una sola pieza, el cuerpo del hombre y de la mujer.- Aristófanes hablaba de estos seres para prologar la ceremonia que faltaba, mientras parejas de actores, metidos ya de un lado, ya del otro en el mismo atuendo, representaban danzando la escena. - Todo buen banquete debe ser coronado con un buen postre. Concluía.- Entonces las luces se apagaron y entraron en escena esos seres, empujando un enorme pastel, cada uno con antorchas en sus cuatro manos. La gente que observaba la obra de teatro, se sorprendía de lo bien que había sido logrado representar estos seres andróginos. Metidos, un hombre y una mujer, para un lado y otro, pegadas sus espaldas como auténticos siameses, en una única pieza de lino. Algunos no resistían la tentación de aplaudir el pulposo andar de esos seres que comenzaban a diezmar el escenario y a rodear el pastel que señalaban sus antorchas. Los personajes movían sus cuatro brazos y se adelantaban y retrocedían con sus cuatro pies, girando sobre si mismos para mostrarse al público -. Una vez ubicado por los andróginos el pastel, en el centro del escenario, las dos grecas columnas de alabastro entre las cuáles el pastel había sido dejado, dejaron deslizar una cuchilla enorme que, a modo de guillotina, dividió limpiamente al pastel en dos perfectas mitades. Inmediatamente, se escuchó al unísono el crujido de las telas que se rasgaron, cuando los actores y actrices que representaban a los andróginos se separaron. Muchas más antorchas se encendieron tras un súbito estallido, y ya, el escenario, ocupado ahora por hombres y mujeres completamente desnudos, comenzó a transformarse en el campo de una orgía. La obra se había puesto buena. Ahora se sumaban a los espectadores, los actores principales: los espartanos y atenienses que se habían detenido sobre el mismo escenario a observar con sorpresa la orgía que había comenzado a generarse entre los ex andróginos, ahora verdaderos Adonis y Venus, desnudos e impecables. Había sexo explícito en ese escenario y los actores, no hablo de los andróginos (que formaban parte de la coreografía) sino de los atenienses y los espartanos, nada de ello sabían. En realidad, la obra debía terminar con el corte del pastel (que era efectuado por Zeus) y con las palabras de Aristófanes, que culminaría el agasajo, "hablando maravillas del postre", por sobre las gracias del anterior banquete -. Pero esto: los hombres y mujeres, desnudos, transpirados, jadeantes y brillosos a la luz de las antorchas, refocilándose sin medidas y emitiendo quejidos lujuriosos, era un final que nadie se esperaba. Un final porno a tanta sutileza. Nadie lo censuraría. Ya estaba hecho y el público afectado, sólo abría grande sus ojos tratando de confiar en el espectáculo. Algún desenlace artístico iba a justificar esta aparente e impúdica improvisación. Nada de ello ocurrió. La orgía seguía sin aparente dirección o rumbo. Entonces los actores consternados, es decir, los que representaban a Platón y Aristófanes, a atenienses y espartanos, comenzaron a retirar porciones del blanco pastel y a repartirlas entre el público. En los entretelones se oyeron voces que pidieron traer más vino y los cálices y los platos de utilería comenzaron a deslizarse en las manos de los espectadores. Las butacas se iban retirando, la música comenzaba a inundar el recinto y luces aquí y allá, daban ritmo a todo ello. La sala de teatro se había transformado en un boliche y el público se descubrió bailando en él. La orgía continuaba y los cálices circulaban, como el vino habilidoso, por las gargantas de todos. Ya no había diferencia entre público y espectador, todos estaban allí bailando y quitándose la ropa y uniéndose a la orgía. Al día siguiente algunos diarios matutinos de Buenos Aires, en algún rincón inexpugnable dejaron leer: "Escándalo en El Rojas, luego de una obra de teatro puesta en escena por Luis Virgilio".

 
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